
Cuando era pequeña me encantaba ir a la aldea, y ahora también. Los olores que siempre solía oler eran al pasar por una campo me olía a hierba cortada y flores como margaritas y calendulas. Cuando íbamos a casa de mis abuelos paternos, delante de su casa había una jardinera pequeña donde allí tenían plantadas unas flores. Dentro del jardín tenían unas higueras y unos manzanos que su olor era muy dulce.
Mientras en la ciudad, los olores eran muy distintos. Cuando íbamos al colegio por la mañana, siempre nos venía un olor que salía de la panadería, el olor del pan recién hecho, un olor que alimentaba. En el recreo los olores que habitualmente olía era el olor de las meriendas y de las jardineras que teníamos en el patio de delante. Dentro de clase, tenía un olor que era de plastilina y de las pinturas, a parte del polvo de la tiza.
Cuando iba a visitar a mi padre al trabajo de mi padre, para ir a la cocina tenía que pasar por delante del bar. Allí podía distinguir los olores como el olor del tabaco, de los puros y el olor de las tapas que servían en la barra. Pero cuando llegaba a la cocina nunca sabía que comida hizo ese día, tenía unos olores que no se podían distinguir, pero lo que si podía distinguir era el olor de los ricos postres que hacía como la mouse de chocolate y tarta de café.